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miércoles, 10 de diciembre de 2014

AÚN TENGO FE EN LA HUMANIDAD


Por María Stephanie Padilla Márquez



El otro día mientras le compraba una dona a Doña Cuca la escuché quejarse de la inseguridad que había en Guanajuato. Se refirió particularmente a los “mapaches” -seguramente una pandilla- y todo tipo de vandalismos que habían cometido.
            Mientras desayunaba vorazmente mi dona, venía cavilando en que yo nunca he tenido problemas con los cholos, incluso cuando vivía en Sonora y asistía una escuela técnica me gané la protección y obtuve su aceptación. Varias veces fui convocada a caerle al cantón y echarme unas kiwas (en la región noroeste del país es un término utilizado para referirse a las mentadas caguamas).
            Guanajuato, a mi parecer, es una ciudad completamente medieval y no me refiero a su apariencia. Tan solo es necesario cruzar por lo túneles y examinar la cantidad de líquidos y olores que emanan para contraer la plaga bubónica.  
            Alguien hágale saber a Marx que Guanajuato no ha transitado del feudalismo. En mis travesías por la ciudad me he percatado de los “feudos” del underground parking. Y bueno así fue cómo llegué a conocer al “Gárgolas”.
            Iba tarde para mi clase de Sociología política me urgía encontrar estacionamiento y entre más cercano a la Universidad, mejor. Encontré un sitio y cuando emergí del auto advertí que solamente era zona de carga y descarga. Entre la letanía de infamias que exhalaban de mi con el rabillo de mi ojo percibí la presencia de un sujeto. Pantalones de mezclilla holgados, un trapo color carmesí, una cabeza pelona y una gama de tatuajes esparcidos por sus brazos, ¡Santa Madonna!.
            Se acercó a mí, con una dentadura terrible, un joven de alrededor de 18 años (después me contaron que tiene 15). Después de una breve interrogación de mi parte me replicó: “¡Güera, déjame las llaves del carro, yo se lo estaciono!”. Ni madres, pensé, disculpen mi lenguaje soez. Luego me explicó que varios funcionarios públicos acudían a él para hacer lo mismo. Me suplicaba, “¡Mire, yo soy de fiar, aquí ya me conocen!”.
            Yo no sé si carezco de sentido común, o si de plano soy muy inocente. Sentí algo ineludible en confiarle mi coche a un completo extraño con un tatuaje de “Mapaches Rifan”. Había algo absolutamente transparente acerca de su porte y sincero en su sonrisa desdentada.
            En el nombre sea de Dios diría mi abuela, le entregué las llaves y él me dio su número de teléfono. En cuanto lograra estacionar mi auto me contactaría para darme las llaves. Observe cómo el “Gárgolas” arrancó al son de Julion Álvarez y ascendí del túnel.
            Mientras me encaminaba hacia la Universidad una emoción de lamento atravesó mi mente y porqué no mi cuerpo también empecé a sudar como mujer de la vida galante en confesionario.  
            Pensé, le daré máximo una hora para estacionar el carro e iré por las llaves de inmediato. Para no hacer la historia larga, le marqué después de dos horas que para mi fueron una eternidad. Me imaginé todo tipo de atrocidades, me imaginé a toda la pandilla de  mapaches incursionando la ciudad bajo el efecto de elementos narcóticos. ¿De qué manera les explicaría a mis padres semejante idiotez? Estefania, pensé, eres infamemente estúpida. Cómo si la adrenalina no permitiera otra acción en mi cuerpo salí galopando por todo Guanajuato y baje por las escaleras sin importar que los líquidos que contienen la plaga bubónica me salpicaran.
            Y bueno, con el corazón que se me salía por la boca, restauré mi fe en la humanidad. En la esquina de aquel túnel medieval que estaba embarullando la próxima peste negra estaba Luis, El Gárgolas, con su trapo color crimeo al son de “Con el coco rapado” de Cartel de Santa sacándole brillo a la parrilla del coche.
            Hoy en día tal como en los tiempos medievales hay caballeros y bárbaros. Caballeros en términos de honor y  valor. La cuestión recae en reconocerlos para no caer esclavos de los cánones sociales, en tener un poco de fe en la humanidad.


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