Por María Stephanie Padilla Márquez
El otro día mientras le compraba una dona a Doña Cuca la
escuché quejarse de la inseguridad que había en Guanajuato. Se refirió
particularmente a los “mapaches” -seguramente una pandilla- y todo tipo de
vandalismos que habían cometido.
Mientras
desayunaba vorazmente mi dona, venía cavilando en que yo nunca he tenido
problemas con los cholos, incluso cuando vivía en Sonora y asistía una escuela
técnica me gané la protección y obtuve su aceptación. Varias veces fui
convocada a caerle al cantón y echarme unas kiwas (en la región noroeste del
país es un término utilizado para referirse a las mentadas caguamas).
Guanajuato,
a mi parecer, es una ciudad completamente medieval y no me refiero a su
apariencia. Tan solo es necesario cruzar por lo túneles y examinar la cantidad
de líquidos y olores que emanan para contraer la plaga bubónica.
Alguien
hágale saber a Marx que Guanajuato no ha transitado del feudalismo. En mis
travesías por la ciudad me he percatado de los “feudos” del underground
parking. Y bueno así fue cómo llegué a conocer al “Gárgolas”.
Iba tarde
para mi clase de Sociología política me urgía encontrar estacionamiento y entre
más cercano a la Universidad, mejor. Encontré un sitio y cuando emergí del auto
advertí que solamente era zona de carga y descarga. Entre la letanía de
infamias que exhalaban de mi con el rabillo de mi ojo percibí la presencia de
un sujeto. Pantalones de mezclilla holgados, un trapo color carmesí, una cabeza
pelona y una gama de tatuajes esparcidos por sus brazos, ¡Santa Madonna!.
Se acercó
a mí, con una dentadura terrible, un joven de alrededor de 18 años (después me
contaron que tiene 15). Después de una breve interrogación de mi parte me
replicó: “¡Güera, déjame las llaves del carro, yo se lo estaciono!”. Ni madres,
pensé, disculpen mi lenguaje soez. Luego me explicó que varios funcionarios
públicos acudían a él para hacer lo mismo. Me suplicaba, “¡Mire, yo soy de fiar,
aquí ya me conocen!”.
Yo no sé
si carezco de sentido común, o si de plano soy muy inocente. Sentí algo
ineludible en confiarle mi coche a un completo extraño con un tatuaje de
“Mapaches Rifan”. Había algo absolutamente transparente acerca de su porte y
sincero en su sonrisa desdentada.
En el
nombre sea de Dios diría mi abuela, le entregué las llaves y él me dio su número
de teléfono. En cuanto lograra estacionar mi auto me contactaría para darme las
llaves. Observe cómo el “Gárgolas” arrancó al son de Julion Álvarez y ascendí
del túnel.
Mientras
me encaminaba hacia la Universidad una emoción de lamento atravesó mi mente y
porqué no mi cuerpo también empecé a sudar como mujer de la vida galante en
confesionario.
Pensé, le
daré máximo una hora para estacionar el carro e iré por las llaves de
inmediato. Para no hacer la historia larga, le marqué después de dos horas que
para mi fueron una eternidad. Me imaginé todo tipo de atrocidades, me imaginé a
toda la pandilla de mapaches incursionando la ciudad bajo el efecto de
elementos narcóticos. ¿De qué manera les explicaría a mis padres semejante
idiotez? Estefania, pensé, eres infamemente estúpida. Cómo si la adrenalina no
permitiera otra acción en mi cuerpo salí galopando por todo Guanajuato y baje
por las escaleras sin importar que los líquidos que contienen la plaga bubónica
me salpicaran.
Y bueno,
con el corazón que se me salía por la boca, restauré mi fe en la humanidad. En
la esquina de aquel túnel medieval que estaba embarullando la próxima peste
negra estaba Luis, El Gárgolas, con su trapo color crimeo al son de “Con el
coco rapado” de Cartel de Santa sacándole brillo a la parrilla del coche.
Hoy en día
tal como en los tiempos medievales hay caballeros y bárbaros. Caballeros en
términos de honor y valor. La cuestión
recae en reconocerlos para no caer esclavos de los cánones sociales, en tener
un poco de fe en la humanidad.
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